Cuento
SABIDURÍA CHARRUA
Artigas, era nuestra ciudad; la familia constaba de una abuela materna, mis padres y seis hijos, de los cuales yo era el más pequeño.
Una familia como cualquier otra mirada desde fuera, los problemas económicos para tantas bocas, alguna discusión entre mis padres y la infaltable e inagotable manera de ingeniarnos los seis para traer problemas a la casa.
Pero dentro vivía LA ABUELA, con el rosario en la mano y un bastón viejo hecho de una rama de espinillo, era sin discusión por nadie en la familia, la matriarca.
Sangre charrúa corría por sus venas, cutis cetrino, el cabello como algodón y el infaltable dialecto sólo por ella comprensible.
Mis padres nada decían respecto de ella, para nosotros era una incógnita, por momentos de gran dulzura, pero cuando se enojaba con nosotros eran los más terribles, asestaba golpes con una vehemencia poco usual para sus años, a una vieja mesa de comedor, hablando siempre en esa lengua tan extraña y misteriosa.
Sabía sin alejarse de nuestra casa, lo que hacíamos, lo bueno y lo malo.
Lo bueno era recompensado con largas historias que contaba, con voz cascada por sus tantos años, mientras el bastón descansaba a un lado de su silla, y entre las manos el eterno rosario. La escuchábamos embelesados, lograba lo que mis padres no podían ni a gritos, tenernos a los seis como pollitos a su alrededor, en completo silencio. Ninguno parpadeaba para no perdernos detalle de la historia, relataba sin apuros, con inflexiones propias de una experta, extraía suspiros de alivio, lágrimas y sonrisas con sus finales de nuestros infantiles rostros. Mientras tomaba mate, con los ojos semientornados, nos miraba de reojo para proseguir con la historia de turno.
Los malos momentos arribaban cuando se enteraba que alguno de nosotros había hecho una travesura, o fechoría.
El responsable entraba a la casa tratando de esquivar en vano los ojos de la abuela, tarea imposible, allí como estaca clavada en su silla con el bastón lo mandaba llamar.
Le daba una reprimenda con dureza aderezada de golpes de bastón en la mesa, sin ningún síntoma de cólera pero sí de firmeza. Terminado el episodio seguían las instrucciones a seguir para reparar lo mal echo por el muchacho causante de la tormenta. El culpable se marchaba cabizbajo por la misma puerta por la que había entrado, a tratar de solucionar los problemas con los consejos de la matriarca.
Nunca le tuvimos miedo pero si un respeto que no se media con palabras, jamás nos levantó la mano, su palabra era suficiente premio y castigo.
La ayudábamos aunque se resistía y quería valerse sólo con viejo bastón de espinillo, a juntar hierbas extrañas, de las cuales nos hablaba, y explicaba sus poderes. Después inundaba toda la casa de perfumes extraños y peculiares. Pero su ancestral sabiduría no nos entraba en su totalidad en nuestras mentes citadinas e infantiles.
La abuela insistía que hablaba y comunicaba con los espíritus de sus ancestros, ellos todo lo sabían, todo lo veían. En su cuarto a solas la oíamos a hurtadillas tener conversaciones en un lenguaje incomprensible. Mis padres no le prestaban importancia a aquello, pero para nosotros era un mundo mágico, al que apenas como pequeños ladronzuelos teníamos acceso a través de la puerta cerrada.
Sólo cuando cantaba a voz de jarro, mis padres se miraban entre sí, como preguntándose que era aquello … y hasta cuando cantaría.
La seguíamos de atrás, silenciosamente, extasiados, tan absortos estábamos en su cantar dialéctico que cuando terminaba, no nos dábamos cuenta, nuestra estúpida sonrisa había quedado dibujada en los seis rostros. Ella nos abrazaba a todos, todavía me pregunto como podía abarcarnos. Nos contaba que los espíritus le habían pedido un canto ya fuera por el tiempo, por la cosecha o algún enfermo. Explicaba sin apuros, con la paciencia de la sabiduría que cada cántico era diferente del resto, según lo que se quisiese lograr.
Fueron muchas veces las que nos corrió de su lado, nos alentaba para salir a jugar, decía era muy vieja y se cansaba. Pero siempre con una dulzura que jamás encontré en otro ser humano. Seguramente esa dulzura propia de un pueblo abatido, y masacrado.
Era entonces cuando con bastón y rosario quedaba horas en absoluto silencio, al que ninguno se le ocurría perturbar. O se encerraba uno o dos días en su cuarto, sólo permitía se alcanzara un poco de pan y agua.
Llegó un verano y nos llamó a todos a reunión, para ésta en especial a mis padres, se sentó como siempre con el rosario en la mano y el bastón descansando sobre sus ancianas rodillas.
Tomamos sillas, esperamos…
- Los espíritus me han hablado, es hora de partir con ellos, mi vida aquí culmina, lo que tenía como tarea traté de cumplirla. Otro juzgará yo no. No quiero lágrimas ni llantos. No conducen a nada, solo traerían tristeza a mi cansado y viejo corazón. Parto feliz. Espero que ustedes también, me dejen ir en paz, queden tan tranquilos como yo. Sólo algo tengo para pedirles… voy a mi cuarto, durante todo un día no quiero golpes en la puerta, ni me alcancen pan y agua como otras veces, ésta vez no es necesario que se preocupen. Tomen mis palabras de ésta sencilla pero querida manera. Cuando el sol vuelva a nacer en el horizonte deseo vayan todos al cuarto, pero mi Emilio, el más pequeño de los seis estará encargado de abrir la ventana para que pueda volar y así estaré con ustedes de nuevo, aunque de otra forma…
Dicho esto se retiró a su cuarto, con el paso vencido por sus noventa y seis años, se encerró tal como lo había dispuesto. Nadie durmió esa noche en casa, del cuarto de la abuela no salía ningún ruido por más pequeño que fuera, cuando amaneció todos abrimos la puerta. Allí con una sonrisa pintada en sus finos labios, y fría como el mármol estaba la abuela. En un rinconcito de la ventana se encontraba acurrucado un pequeño y hermoso gorrión, Emilio subió la ventana, el pajarito voló ganando altura surcando los cielos artiguenses.
- Emilio ¿ Qué haces? Están todas las personas que citaste en la oficina esperando por vos.
- Que esperen un poquito por favor, ya voy, sólo le estoy dando pan y agua a los gorriones de la ventana.
Autor: Mariela Rodriguez
Ilustración: Juan Soda Di Cono
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