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CUENTOS

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CINCO PLAÑIDERAS PARA JUAN CRUZ

Me llamo Juan Cruz.

Si para los demás, como para mí, fue una cruz tenerme a su lado, será una incógnita. Todo lo que para cualquier ser humano hubiera sido un capital a favor, en mi caso ha sido viento en contra.

Nací inteligente, con talento innato. Quizás hasta -por qué no decirlo- un atractivo muchacho. Muy parecido a mi hermana mayor, igual o más “lindo”, para su desdicha y mi mal futuro.

Mi capacidad es variada. Soy bueno en la música, aunque sin posibilidades de estudio formal. Si en algo me destaco es en la pintura. Toda la familia tiene fuertes lazos con los óleos. Al igual que la música, el arte de la pintura se vio siempre recortada por el descarnado presupuesto familiar.

Trataré de escribir lo que de alguna manera culminó llevándome a ser recordado. No sería conveniente llamarlo “estrellato”.

El no tener prácticamente ninguna posibilidad económica y con un vínculo familiar fracturado dejó a la calle, como única enseñanza.

Cuando llegué a la adolescencia incursioné en el tabaco rápidamente. No tenía de que avergonzarme. En casa, ambos padres fumaban. No cabía el rezongo, o si cabía no estaba dispuesto a escucharlos. A los 15 no sólo fumaba, también bebía con ahínco. Con la bebida olvidaba la mediocridad en la que me movía a diario. Llegaba a casa de día, totalmente borracho. Era entonces cuando pintaba con más fervor.

Mis cuadros iban, a mi pobre criterio, mejorando. Claro, no tenía más críticos que allegados y familiares.

Mis padres se divorciaron, el “universo” familiar terminó, unos por un lado y otros por otro. Mi hermana se casó y yo tomé la calle como vida y sustento. No tardé en vincularme con la marihuana. Fue el comienzo de “buenos viajes”, que derivaron en estimulantes más fuertes.

No fue fácil hacerme de dinero para costear mis inclinaciones. Perdía los míseros trabajos en menos tiempo de los que tardaba en conseguirlos. Mi conducta se volvía cada vez más promiscua, pero mis pinturas mejoraban.

Llegué a mendigar y robar. Finalmente me prostituí. Por las noches, en el submundo donde me movía, era fácil percibir mi necesidad. Rondaban veteranos homosexuales con propuestas. Si bien tuve muchos amantes, llegué a formar una pareja con un hombre de unos 60 años. Hugo no es mal tipo, buena gente, trabajador. Se enamoró de mí.

Mis cuadros estaban ahora un poco más atendidos. Mi pareja facilitaba pinturas, telas y algún marco, con tal de verme contento. Algunos entendidos conocidos de Hugo las vieron. Estuvieron de acuerdo: Juan Cruz pintaba excelente. También fueron casi unánimes en opinar que mi estilo era siniestro. Pintaba macabras siluetas, bocas babeantes, colores oscuros. Lograba encontrar tonalidades de negro, violeta y azules profundos. Mis pinturas sufrientes, trasmitían padecimiento, angustia, terror... los rostros y cuerpos eran siempre distorsionados por un profundo dolor. Tiempo más, tiempo menos, fue por entonces que comencé a experimentar con LSD, lo que comúnmente le llaman ácido, alternando con PCP dándole un delicado baño a mis porros. A partir de ahí , en mis mejores momentos, siempre se me aparecían cinco mujeres, vestidas de negro, parecían llorar. No infundían miedo, pero no entendía quienes eran.

Una recaída grave con la adicción me costó una internación en un hospital estatal para enfermos mentales. Mi vida estaba lejos de ser fácil. Me drogaba, vivía en una depresión constante, con la oscilación de abandonar a Hugo siempre rondando mi corazón y mente. Mi madre llegó al hospital después de 15 días de encierro. Hacía más de un año que no me veía. Supongo que alguien avisó, como corresponde en estos casos. Verme atado en una cama, aislado, desnudo, sucio de mis propias necesidades y pidiendo a gritos que me sacara de allí, no fue resistido por su corazón. De todas formas la hospitalización no aportaba nada, sólo reclusión. No se me suministraba ningún tipo de medicación o solución. No sé cuanto estuve allí, pero todo el tiempo esas cinco mujeres velaron alrededor de mi cama, vestidas de negro y llorando. Volví otra vez a la calle con nuevas promesas de enderezar mi vida. No soportaba más estar con un hombre para sobrevivir.

Pedí auxilio tratando de acercarme a los despojos de familia que quedaban. Mi padre igual de alcohólico o más, nada podía dar, ni a mí ni a nadie. Mi madre se había acomodado con alguien y mis hermanos menores. “No puedo ayudarte Juan, apenas puedo con los más chicos”, me dijo. Sabía que tenía razón, pero no dolió menos. Sólo Carolina, mi hermana casi melliza, hubiera podido hacer algo. Pero claro, no era alguien presentable, y además siempre traía problemas.

Imprevisiblemente apareció un primo, una buena persona con ánimos de darme una mano. Me dejó dormir en su local de trabajo. Me alejé de Hugo, dejándolo destrozado.

Los primeros meses lo intenté. Pinté más que nunca, retomé las rondas nocturnas de boliches y la dichosa calle. Los adoquines me conocían, yo los extrañaba. No resistía la atracción que ejercían en mi mísera vida. Lo que observaba en la noche eran escenas dignas de plasmar en la tela. Yo era merecido ejemplar de estar en una, pasaría un tiempo antes de darme cuenta.

Una noche calurosa, tendido en la arena, con botellas vacías al alrededor y “porros”, conocí a Felipe. Felipe es peruano, vino buscando mejorar su vida, provenía de un pueblo de mala muerte. En los desvaríos de esa noche, en la que lo dejé hablar, me contó algo que dejó profundas huellas..

Su madre, allá en el Perú, trabajaba de llorona. A las mujeres que desempeñan ese trabajo las denominan “Las Plañideras”. Ella o ellas son contratadas para llorar en los velorios. A pesar de la droga, me despertó mucho interés, interrumpiéndolo sólo para preguntar todo lo que se me venía a la mente. Lo que mi amigo contaba era idéntico a lo que yo veía!!!

Me enteré que existían distintas tarifas. Recuerdo al menos tres categorías diferentes: una implica ir a llorar simplemente, la otra llorar hablando bien del muerto, la tercera lograr que los presentes también lloren al fallecido, sumándole las dos anteriores. Todo esto va acompañado de gritos desgarradores. Se arrancan los cabellos, arañan sus rostros en señal de dolor y padecimiento por el difunto. Las tres categorías tienen diferentes aranceles, claro está.

Quedé preocupado. Si olvidaba respirar, serían pocos los concurrentes al velorio y jamás existiría ni siquiera un peso para pagar a una sola persona que llorara mi ausencia. Sólo aquellas cinco que lograba visualizar drogado y eran tan reales ...aún más ahora. Imposible inventará algo desconocido por mi hasta el momento.

Felipe fue compañero de varias salidas. Cuando la posibilidad se presentaba, lo acribillaba con preguntas acerca del tema, tan foráneo para nuestras costumbres. Mi conducta, como era de esperar, retomó aquellos caminos que prometía abandonar. Mi primo, cansado ya que pusiera su negocio en peligro, me pidió amablemente que buscara un lugar donde irme. No podía sorprenderme. Me dormía con cigarros encendidos, dejaba prendida la estufa, traía compañías nada tranquilizadoras,. No tenía derecho a enojarme, y sin causarle más problemas me marché. Después de todo, había sido el único familiar que había tendido su mano.

¿Dónde iba a ir? El único lugar en que era bien recibido era la casa de Hugo, y allá fui. A la semana de estar juntos, por alegrarme, trajo pinturas nuevas, telas y una escopeta para salir a cazar juntos algún día.

El tema de las plañideras vino a mi cabeza. Comencé a plasmar cinco mujeres, tal como las imaginé a través de los cuentos de Felipe, tal como yo las veía. Vestidas de negro, llorosas, gritando, sus rostros demacrados, desdibujados por un dolor ajeno, mirando hacia abajo, sin que se viese el muerto o el cajón. Creo que el tema venía bien a “mi estilo”. Las semanas pasaban y con ellas mi fastidio por Hugo volvía sin remedio. Mi tristeza era palpable. Intenté llamar a mi madre sin encontrarla. Una mañana salí con la escopeta, aprovechando la ausencia de Hugo. Deambulé por unos campos cercanos. Lo único que vi como blanco posible fueron unas palomas de campo. Hacia ellas dirigí mi furia contenida.

Maté tres, y una quedó agonizante. Sentí culpa, aberración. Traté de revivirla sin éxito, volviendo sobre mis sombríos pasos, me sentí peor que antes. Metí la escopeta debajo de la cama para no verla El ensañamiento se apoderó de mí, y la emprendí con la tela, disponiéndome a pintar el dolor de aquellas cinco anónimas a las que se les pagaba por sufrir. En dos días terminé mi obra maestra. Para todos los que la vieron finalizada, creo que el tilo no fue suficiente. Quedaron paralizados por el dolor real que reflejaban sus rostros. Sus vestiduras eran negras, pero no simplemente negras. Parecían los jinetes del Apocalipsis. Lo único objetable era que no había muerto. Debía explicarles la historia de Felipe. De cómo había conmovido todo aquello y había logrado movilizarme...

Llegué a pensar lo excelente que sería si el cuadro tuviese sonido propio. Cuando la tela fuera observada, comenzarían a oírse los llantos, gritos y aullidos de desgarro. Podía oírlas cuando lo pinté, y cada vez que lo observaba. Llevaba en mi cerebro el sonido, tanto como la pintura, y ese sonido latía, vibraba. La colgué en el dormitorio, en la cabecera.

A tres meses de estar con Hugo ya no lo soportaba, sus reclamos constantes. Sus demostraciones de afecto eran intolerables. Si antes estaba loco, depresivo, adicto y mis pies estaban al borde del precipicio, ese domingo nada me calmaba, era una condena.

Llamó mi hermana, avisándome que nuestros padres estarían de visita en su casa, para conocer a su pequeña recién nacida. Mi vida era un infierno, sino estaba drogado no podía dejar de ver el entorno en el que estaba inmerso. Hugo no llegaba con nada que calmara mis pobres nervios.

A las cinco de la tarde, marqué el número de mi hermana:

- Carolina, me pasas con mamá, por favor...

- Sí, Juan...

..........

- Hola, Juan Cruz

- Hola papá. ¿Me das con mamá?

- Ya viene. ¿Qué te pasa? Ya te dijimos que no tenemos medios para ayudarte y siempre traes complicaciones...

- No sigas papá. Te lo digo a vos, entonces...

- ¿Qué cosa? Porque de vos no se puede esperar nada bueno.

- Me voy a matar.

- Dejate de cosas Juan. No me vas a enloquecer como a tu madre. Si te vas a matar, apunta bien, no sea cosa que le erres, y tengamos que cuidar a un minusválido.

Sólo veo un agujero negro apuntando mi boca. Recostado en la cama, el cuadro colgando precariamente a mis espaldas, sobre mi cabeza. Ausente de emoción, sentimientos y el abismo... Solo falta el sonido.

Cuenta Hugo que cuando llegó a la casa, oía los gritos desgarradores y flagelantes de las cinco. Abriéndose paso entre la gente pudo entrar al cuarto. Jura Hugo que arrancaban sus cabellos y que sus ojos, huecos negros, observaban hacia abajo. Gruesas lágrimas empapaban la perdigonada estampada contra la pared y mis inservibles sesos.

 

Imagen: Guillermo Bernengo

1 comentario

Stan -

Hola Mar
Escribes muy bien los cuentos. Ya leí dos de ellos y me parecen llenos de imaginación, observación de la vida, pero con algo del otro mundo, desconocido, supernatural. Me da ganas de conocer mejor tu trabajo.